martes, 6 de noviembre de 2007

Regreso al despertar

Buenos días, amigos,
mis pequeños amigos, mis mejores amigos,
mi amistad con las fuerzas de lo puro,
cantemos al postigo que nos tiende
la voz de luz con que nos habla el mundo,
cantad lo maternal que la mañana
pone en la leche de los desayunos,
saludad al que está en la cruz clavado
y al sol, al santo sol que nos libra del susto.

Bendigamos el agua del baño que os espera
y el pan que sazonamos con la sal de mis sudores
y el libro de la Escuela.
Esta tarde, al regreso de la Escuela, hablaremos
de cómo puede el aire con la tierra,
de cómo puede el hambre con los días,
de cómo puede el frío con la piedra,
de cuánto pesa una montaña de oro
y de cómo el dolor puede con ella,
de cuán pesada es la pobreza humana
y de cómo el amor la lleva a cuestas,
de cómo tiene el pescador del río
un pie en el río y otro pie en la estrella.

Y daremos la clase que no se da en la Escuela.
Diremos, como amigos: -¡Conócete a tí mismo!-
a todos los que iremos encontrando.
La respuesta de todos nos la dará la vaca
que bebe en el espejo del pantano
y le pregunta al agua por qué razón del agua
esa vaca del agua se la queda mirando.
Esta tarde hablaremos de la patria
que echa a sus hijos niños y los conoce ancianos.

Despertar

Es el alba. Los niños depertarán. ¿Qué hicimos
los hombres con la noche, tan bella como el sueño?
Ayer no más, el mundo
nos puso entre las manos la suerte de su sombra.

Nos entregó a los hombres
una noche tan dócil como un esclavo niño
y en la sombra sumisa
¿con qué alumbramos, con qué sueño escribimos?

Nos dio, para sembrarla,
la sombra de sus pobres, la noche de sus tristes,
su mano sin terrones, su boca sin cartillas,
nos dio su sombra hermosa, como una niña negra,
nos dio su noche bruta como una tierra niña.
Para enseñarles cantos,
para cantarle lumbres,
para alumbrarle letras,
el mundo de los niños y los simples
nos dio la sombra en paz de sus cabezas.
Y nosotros, los dueños de la luz y del grito,
del lucero en la noche y el camino en la tierra
¿qué hicimos con el alma del ser oscurecido?
¿qué luz y qué palabra,
qué pan, qué tierra dimos
a la noche inocente del niño sin estrellas?

En los seres oscuros como aldeas de noche
y en el agua sin luz de sus postigos,
en la cabeza oscura de los tristes,
¿qué paz, qué amor, qué lámpara encendimos?
¿qué casa con qué voz que abra la puerta
dejamos en la mano que nos tendió el camino?

En el pueblo, en el monte, calles negras,
rendijas y rendijas
por donde en vez de voces salen quejas,
por donde en vez de luz sale un ay amarillo
que va temblando, como luz de vela.

Es el alba. Los niños despertarán; ¡qué pena,
si nos vieran adentro nuestros hijos!
Sumisión, miedo y hambre,
estafa de la voz y estupro del suspiro.

Es el alba. Los niños despertarán, amigos:
¿quién besará sin manchas la frente de la aurora?
¿quién mirará de frente los ojos de los niños?

miércoles, 17 de octubre de 2007

Pórtico

Tengo dos hijos, tierra, tengo dos hijos, cielo;
el andar que buscaba para el último paso,
las alas que pedía para el último vuelo;

tengo mis dos pastores, igual que Garcilaso,
para imitar sus quejas cuando le entregue al viento
mis últimos carneros; las nubes del ocaso.

Seis años cuenta ahora mi charro turbulento,
ocho mi niño tácito, mi sabio taciturno;
aquél hice de chispa y éste de pensamiento.

De éste los pies reclaman descansado coturno,
de aquél la fantasía pide para su mano
a Berenice un bucle y un anillo a Saturno.

Son de parto cesáreo -no es parto cesariano:
cesáreo es de cortar y en la matriz el corte-
con la etimología que da Plinio el Anciano.

Del Este al Mediodía y al Poniente y al Norte
los dos son la girándula de amor que regalara
al Girasol orondo Giraluna consorte.

Nuestro amor mira y mira, como si preguntara:
-y antes de que ellos fueran ¿qué era lo que era
y qué, además de lágrimas, los ojos de mi cara?

¿con qué voz caminaba la obligación casera,
con qué pies se bajaba la escalera del sueño,
de qué mano venía la canción costurera?

¡Cómo logró el cariño su doble desempeño,
que al elogiar proclama: -¡Ya me alcanza de alto!
y al defender alega: ¡Pero si es tan pequeño!

Mientras mil hombres quieren disgregar el cobalto,
matar con el uranio, deshacer con el torio,
yo entrego mis dos hijos al mundo en sobresalto

y digo que es infame y es vil y es proditorio
que en el jacal invente vidas el aldeano
y el sabio asesinatos en el laboratorio;

y digo al estadista miope y prebisteriano
que el que con sangre y muerte llenó su prebisterio
no merece ni un hijo que le bese la mano;

digo al Adicto rojo del nuevo Falansterio
que con la luz del día la libertad dialoga
y el bien está en ser libres del odio y del misterio;

y digo al pretoriano que se robó la toga
que a él y al apóstol que se robó la cena
les crece el mismo cuello para la misma soga;

y digo que mis hijos son un grito que ordena
en el nombre del Padre, de la Madre y del Hijo
respeto al alma propia sobre la carne ajena,

respeto al bien de todos en el pan y el cobijo,
respeto a la plegaria y al credo que la reza
y a la palabra atea y al labio que la dijo.

Mis hijos son el llanto de la Naturaleza,
mis hijos son el modo de protestar la aurora
por el sol traicionado de la vida que empieza.

Son los niños del mundo, todo el que ríe y llora
el derecho a la vida, la dignidad del sueño,
la bondad que anticipa su voz gobernadora;

mis hijos, paz del triste, grandeza del pequeño,
la fe que pide sitio, la voz que pide cancha,
la humanidad que cuelga de sus manos sin mancha,
el alma innumerable de la lira sin dueño.

martes, 16 de octubre de 2007

La Hilandera

Dijo el hombre a la Hilandera,
a la puerta de su casa:
—Hilandera, estoy cansado,
dejé la piel en las zarzas,
tengo sangradas las manos,
tengo sangradas las plantas,
en cada piedra caliente
dejé un retazo del alma,
tengo hambre, tengo fiebre,
tengo sed..., la vida es mala...
y contestó la Hilandera: —Pasa.

Dijo el hombre a la Hilandera

en el patio de su casa:
—Hilandera estoy cansado,
tengo sed, la vida es mala;
ya no me queda una senda
donde no encuentre una zarza.
Hila una venda, Hilandera,
hila una venda tan larga
que no te quede más lino;
ponme la venda en la cara,
cúbreme tanto los ojos
que ya no pueda ver nada,
que no se vea en la noche
ni un rayo de vida mala.
Y contestó la Hilandera: —Aguarda.

Hiló tanto la Hilandera

que las manos le sangraban.
Y se pintaba de sangre
la larga venda que hilaba.
Ya no le quedó más lino
y la venda roja y blanca
puso en los ojos del hombre,
que ya no pudo ver nada...
Pero, después de unos días,
el hombre le preguntaba:
—¿Dónde te fuiste, Hilandera,
que ni siquiera me hablas?
¿Qué hacías en estos días,
qué hacías y dónde estabas?
Y contestó la Hilandera: —Hilaba.

Y un día vio la Hilandera
que el hombre ciego lloraba;
ya estaba la espesa venda
atravesada de lágrimas,
una gota cristalina de cada ojo manaba.
Y el hombre dijo:
—Hilandera,
¡te estoy mirando a la cara!
¡Qué bien se ve todo el mundo
por el cristal de las lágrimas!
Los caminos están frescos,

los campos verdes de agua;
hay un iris en las cosas,
que me las llena de gracia.
La vida es buena, Hilandera,
la vida no tiene zarzas;
¡quítame la larga venda
que me pusiste en la cara!
Y ella le quitó la venda

y la Hilandera lloraba
y se estuvieron mirando
por el cristal de las lágrimas
y el amor, entre sus ojos, hilaba...